La contemplación de una información pura declamaba su mirada si alguien, alguna vez, se lo cogía como él quería. Lo que quería nunca estuvo del todo claro pero de vez en cuando se le aparecía, dicen, el rigor de lo cierto, la percepción desbocada, la confusión espacio tiempo, el amor cogido digamos. Esto le producía sobre todo trastornos a nivel estomacal, como chirridos surcando eran. Pero eso venía después, cuando la información era procesada. Especialmente el dolor le salía fácil a uno ante la presencia de #SantiagoEleuterioPigliapoco, oriundo de Federación, Entre Ríos, un pueblo que no existe más. De lejos tenía una especie de sustancialidad en falta, como subvencionado de hecho a la no emoción, como los efectos del Lorazepam digamos. De cerca era como una actriz muy sensible al sufrimiento emocional de los demás. Por eso a la gente le salía fácil expresarlo todo digamos, especialmente su dolor. Y era con esa virtud insoslayable donde Santiago Eleuterio lo aceptaba a uno, en la vulnerabilidad, en la simplificación real de los hechos, con la evidencia viva te recibía. Entretanto más de una cagada amorosa se mandó. La última fue enamorarse descuidadamente de un muchacho bien dotado pero poco dado al afecto masculino, al afecto en general digamos. Así, de un enmarañamiento de la multitud, Santiago Eleuterio Pigliapoco, 27 años por entonces, recién recibido de odontólogo pero jamás convencido de algo en ese sentido, se desprendía por última vez del devenir por decir gay y se empastaba para siempre del amor difuso pero conveniente de un muchacho de apellido Iriarte, motoquero de profesión con muchos entreveros de poca monta. Murieron asfixiados ambos, la noche del 30 para el 31 de diciembre de 2004, en República Cromañón, en Once.

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