Surtidores de cuerpos abstractos, involuntarios adjudicatarios de la reforma, compresores de afectuosa respuesta inicial, educadores sentimentales sin refucilos permanentes, devotos resolvedores de lo que el cerebro de uno -cualquiera- entrega a la mística de sopesar el valor de la pija a la de -por ejemplo- la pinchila, que te rapta -desde ya- pero que te devuelve sano y salvo. Pero éstos no. Lo juro. Rellenan a pesar de latir siempre provisorios, como algo único ejercen su prestancia y, por favor, la mejor de las benevolencias para la traslación de cómo administran el ardor ajeno y propio como si esto fuese el aparato totalitario de una delicada dominación. Un enorme sistema de confianza prestan; una vigilancia, una vigilia del tallo occipital. Todos tienen el cuerpo marcado de alguna realidad. No son fascinantes, son de la estripe de la ilusión. Depradadores de lo dulce son, de la sal, de los Pico dulce de Lerithier, de los caramelos de manzana de Sugus, de los “sin embargos”. Terroristas con más música que letra, un tal Federico González, Egipto, alguna virulencia -como el estribillo de cierta canción-, Beirut, protectores tiesos y leales de la tinta y de todo ese fascinante sistema que suscitan, casi en automático, todos los hombres que en respuesta a vaya a saber qué represenación teatral de exhibicionista afán se hizo en algún momento Andrés Letonia en la cabeza, dentro de ella más bien, donde ahora ocurre esta barracuda de hombres solventes de pudor que habitan el sueño que Andrés Letonia despide irreverentemente con sinapsis de color azul, que hace curvas en torno a los surtidores y que así, digamos, ése azul se podría decir que se multiplica y se ramifica en cuplimiento de la impresión visual rematante que Andrés Letonia sueña por entre el desgano de toda esta gente que vive por aquí, pero no a más o menos media cuadra hacia adelante donde Andrés Letonia sueña cómo camina Federico González por ejemplo, un muchacho que apenas haciendo cuatro movimientos con los brazos, como con un peso hacia adelante, y con una inquieta distracción en cuanto a su chuequera, que apenas con esos cuatro movimientos ya recargados de azules exigentes, le avisan a Letonia que a pesar de vivir todos juntos tratando por los más diversos costados de engañar al, digamos, conjunto de sinapismos que llamamos vida, ahí sueña Andrés Letonia, Federico González chueco y relacionado casi a lo musical, le dice que aunque haga explotar todas las ideas preconcebidas y sienta el engaño como hecho, “la vida no nos lo permite”, le dice el chueco.
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