A campo traviesa corrió entre sediciosos excitados electricistas que hacían huelga por donde corría a campo traviesa, decía, acariciándose los labios para que no se le secaran por el correr que estaba haciendo hacia la puerta por donde irrumpió y lo vio. Un chorro caliente de la espalda a los talones sintió al verlo. Cosmológico fue. El otro, casi de día o casi de noche, como esperándolo estaba. Era tal como el corredor podía soñarlo. Irradiaba. Permanecía sostenido por algún tipo de protección. Como que dolía. Pero todas las intromisiones se hicieron humildes en el sueño del que soñó que corría e irrumpía, de golpe y preciso, para detenerse frente a un muchacho que, tal como podía soñarlo, lo esperaba tan amable y tan sin al parecer visibles envolturas, tan así fue que todas las voces y gritos del corredor se concentraron en un embudo que dio a un agujerito por donde se fueron, todas, como si hubieran recibido un reto, una amenaza de licuefacción. El corredor se hizo manso. El otro, transmisor de algún tipo de presencia de las que se introducen en las personas como un certero y sólido aliciente sobre una ferviente posibilidad de haber encontrado en la carne de otro todo aquello que se llama “todo”, le resolvió el misterio de lo disperso, le silbó mil novecientas veces algo palpitante, algo que aunque a punto de estallar, la inmanencia que genera lo transmuta todo de atropelladas promesas que protestan, como la Primavera de Praga. Después lo convenció para que al despertar, al corredor no le resultara descolorido e insuficiente todo cuanto había y hay a su alrededor. Despertó como una heroína quince minutos antes de terminar, para siempre, los capítulos de su telenovela.

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