A diferencia de muchos, al principio no fue el teatro sino la escritura la sensibilidad que lo enmarcó dentro de algo parecido a todo lo que él quería que fuese, y que apenas era por entonces. Se ignora el presente de esa sensibilidad y su devenir sobre la carne ajena pero, por entonces, cuando la Alianza parecía una posibilidad y todos en el boliche empezaban a despedir el olor rancio y permanente de un perfume Kenzo comprado a escondidas en un local de imitaciones, por esa época fue que Flores (22 por entonces, castaño, lampiño, 1.72, 55 kg, 17x5, activo, universitario, reservado, con movilidad pero sin lugar) ya se había cansado hacía rato de los talleres literarios de Rosario y, teniendo la cercanía de otro semiescritor hoy devenido gestor cultural, decidió la íntima ceremonia de escribir bajo el mandato de un, digamos, escritor en serio. Abelardo Castillo no lo atendió, Silvina Ocampo había muerto hacía poco, a César Aira nunca lo conoció, Juan José Saer no le caía bien y Ricardo Piglia era demasiado. De ninguno había leído mucho y estaba influenciado más bien por su amigo semiescritor, que tampoco leyó nunca nada en serio más allá de algún suplemento cultural dominical. La información no es cultura y Flores no pudo haber elegido mejor tutor. La eligió por el sonar de su nombre, por una cadencia que le sonaba extraña pero familiar. Así fue que sábado de por medio viajó durante dos meses al taller privado de escritura de #HebeUhart, que más allá de ser escritora es vidente también. Sobre todo ve los impulsos Hebe y las necesidades ajenas para esos impulsos y sabe, con seguridad, que una mirada de chimpancé se parece mucho al gesto gentil masculino cuando cree poseer. O sea, Hebe le dijo la verdad. No era escritura lo que necesitaba Flores, no era legítima esa necesidad. Flores leyó mal pero no fue culpa suya, casi siempre sucede así. Recordar siempre que el teatro es peor. Flores en esa necesidad había leído que la escritura redimía su realidad de activa sensible digamos, de poderosa fachada, de Míster botas tal como se hacía llamar en el chat. Sus cuentos todos eran encuentros sexuales con varones en inferioridad de condiciones. De tullidos, de ciegos, de desarmados, de mancos, de enormes pasivas y de osos mil veces desflorados se enamoraba el protagonista, siempre. Y lo hacía rápidamente y siempre con una actitud heroica de su parte, la de arremeter y dejar partir, la de satisfacer el amor propio y ajeno en un noche y revivirlo la posterior con el mismo y renovado impulso. Se sentía una reina musculosa por momentos que, cual Calígula, descendía a los bajo fondos inventados en la mente de una loca que, en realidad, no se dejaba coger. “Cogé, Flores, después vení si querés”, le había dicho Hebe. Nunca más apareció por lo de Hebe y al boliche Flores iba de vez en cuando. Después el boliche cerró. Amanecía distinto por entonces.
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