Ni leyendo a Schnitzler pudo expurgar de sí el cuchillo que el otro le había clavado dos horas antes de estar ahí como está ahora tratando de leer algo pero no pudiendo por no poder suprimirlo, al otro, de su necesidad de, al menos, no sentirse culpable. De qué cosa se siente culpable el mediocre y clavado lector de Schnitzler es un tema serio, pero no tanto como para como se dice hacerse tanta historia. Estas cosas pasan después de todo. Todo duele siempre. Y esa cosa que junta a dos y no a tres, que distorsiona, reacomoda y refunda la noción de las cosas queridas digamos, lo que se fomenta cuando hay amor, eso que si se lo parlotea demasiado corre el riesgo de avergonzarse y correrse a la defensiva, todo eso, impronunciable por encendido y frágil, puede salir mal a veces y hasta puede simulárselo si no se encuentra el cómo para burlarse de lo que vendrá después, cuando ya no exista. El lector que quiere leer a Schnitzler y no puede, sencillamente, fue estacado por alguien a quien amó y le clavó hace un rato vía correo electrónico una daga que desparramó, como se dice, toda una hiel que reveló angustia, rebelión y, sobre todo, desdén, mucho desdén. Decide cambiar de autor. Lo corroe una angustia pesada, solvente de sí misma, farandulesca. Entonces remará. Y es un decir sobre el cómo hará para seguir ahí, voluntarioso en el efecto pero inconstante en el afecto. Al voleo leerá un cuento de Kureishi y se dará cuenta que, con la que hará, serán casi 50 las veces que hubo leído siempre el mismo cuento de ese autor. Mientras tanto, en otra ciudad el otro sonreirá de golpe, porque sí y casi naturalmente al cruzar una enorme avenida.

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