Cuándo fue que la angustia comenzó a infiltrarse en el devenir de las creencias cotidianas con exactitud no se sabe. O no lo sé más bien, pero aún así, sobre esta cuestión se especula mucho y se experimenta aún más. La neuroquímica, la farmacología y la industria de prevenir, aliviar o mejorar la caracterización de la pena y el ahogo por, digamos, acumular experiencias para trocar conocimiento por hastío aparecen hoy por hoy como “la medida sensible”, única y personal aunque implosiva, la cual confunde las diferencias vitales y produce una explosión de sin sentido que ni siquiera metaboliza en ficción. La ficción es una palabra abusada. Las drogas sintéticas del mercado negro son, hoy por hoy (parece), una posibilidad de reposo para el dolor en todas sus acepciones, en todas sus posibilidades de representación y certezas, generando así cierta tendencia al abandono personal y colectivo del propio cuerpo y el ajeno, como si se tratara de un salirse de sí para embargarse entero en un éxtasis que lo suspendería todo con cierto misticismo nunca contemplado como ritual, sino como pura búsqueda vacía. Esto podría estar sucediendo con lo que se admira enteramente en la ruta de lo que existe para vivir digamos, con la palabra bienestar hecha carne, como si la voluntad fuese un pasaje encharcado pero no preocupante, como una cosa que está sola sin admitirlo, sin plenario que la evalúe, sin carcelarios extorsionadores de milagros, sin trampas en el agujero, sin olvidos ignorantes, sin sobrellevar ninguna decepción.
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