Esto es favor y si se pudiese darle más precisión al lenguaje, un despliegue a la manera de un estampido de llamas sería la fuerza motora a escribir cómo a los 32 años, el bastardo de Vélez Sarsfield, pasó de una empresa en Puerto Gaboto a, tres años después, uno de los cuatro miembros fundadores de “La integración”, el espacio físico donde todo aquello que sale del cuerpo, propagandeaba, espera el inicio de la lucha y contienda personal hacia el afuera de todos. Algo de eso se supo al principio. Zanjas, no obstante, se fueron haciendo más y más evidentes. Era feo. Era cierto. Fue serio después, en efecto. Empleado administrativo rango dos y función seis de una empresa fachada de otra actividad empresarial cuyo mayoritario accionista es el Opus Dei –sucursal Puerto Gaboto-, bastardo último de una rama accesoria a Vélez Sarsfield, tenía 32 años y era parecido a Gèrad Depardieu en Novecento. Sabía de cine tanto como cualquier tilingo menemista, informado más que culto –una rareza hoy por hoy-, cerca del metro ochenta alcanzaba su cuerpo. Tenía no demasiados pelitos, pero los tenía. Le gustaba mucho rascarse la cabeza consignaron muchos testigos, amigos, conocidos y familiares, sin proponérselo, como una radical característica suya. Fue el primero de los putos breves. Como todos, anduvo siempre al borde de la mezquindad. En todo sentido esto. Le decían Tandil, porque de tanto moverse y pender sus nalgas, se cayó. Pero esto es pura esfumación para sobornar al tiempo y no querer del todo entregarlo, como se , como peleando, dar fragmentos de toda esta cosa. Un fragmento es un escombro. Un escombro es una parte de un derrumbe. Una explosión, en este caso y en otros (11s), es otra cuestión. Lo que explota no se derrumba.
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