Entres alitas de moscas, asociaciones laxas, Israel, la patagonia, medias elásticas, un plan secreto de nombre Andinia o similar, entre no poder dormir, entre la doctrinaria actitud real del dinero; entre la ruta del dinero, entre Montoneros y símil Montoneros, entre recuerdos inventados adrede, y una improbable anécdota de Norma Arrostito muerta de amor por un muerto cuya muerte dio apresurado final a lo que podría haber sido una gesta, y otra historia que junta, en Santiago del Estero, a un joven encendido de apellido Santucho y a un escritor polaco de apellido difícil de pronunciar; entre comunistas extraños y extrañados por Mao, entre palabras que todos confunden, entre traidores, traicionados, cuerpos muertos de juventud, entre sinagogas y templos, entre el reino de las tinieblas, entre Samael y los ignorantes y desprevenidos olvidadizos ademanes de gente común, una conducta desorganizada en la impulsividad de lo irreductible, y una imaginería inrotulable múltiple, Miguel Ángel Sejas, un muchacho de veintantos oriundo de una ciudad espantosa de nombre Rafaela, militante primerizo y autoconvencido del Movimiento Evita de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Rosario, fue persuadido a mediados de mayo de 2011 por el director del Museo de la Memoria, Julio Pasarinwosniak, para hacerle un pete en los subsuelos de lo que ahora es un centro cívico provincial y medio desolado de actividades culturales, pero que hace mucho fue un lugar de torturas y detenciones políticas. Un pete es una succión peniana furtiva y las más de las veces exagerada de emoción y fantasía que se hace dual en quien petea y en quien es peteado. Hombres que se hacen chupar la pija por el mero hecho de tener arrodillado a otro hombre -un muchacho en este caso- en el contexto plural de la muerte que por la cabeza del Pasarinwosniak se venía gestando desde 1975, cuando era un muchachito por entonces que decía militar activamente en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), pero que en realidad nunca pudo hacerlo por el peligro inocente y simple de ser puto. Esta confesión se la hizo Pasarinwosniak a Miguel Ángel Sejas la noche del pete, cuando el director del Museo de la Memoria lo llevó a conocer ése lugar de torturas cuyo nombre vulgar es “El pozo”. El Museo de la Memoria, como las bici sendas o los contenedores ecológicos, son un requisito fundamental a la hora de, como se dice ahora, políticamente correcto ser en cuanto a la ciudadanía de ser argentino y así, desde los gobiernos, conseguir más préstamos del Banco Mundial. Pero acá la cuestión no tiene que rondar lo que se cree literalmente y que asocia inevitablemente la certeza que nadie sabe fracasar en la Argentina y reconocerlo. La derecha y la izquierda ya no garantizan ningún estar afable o no afable en el mundo. El universo es cotidiano y oscila regular entre descomposiciones y gente calcinada. Por eso, Miguel Ángel se entregó enseguida. La tenacidad siempre es vencida por los recuerdos ajenos en la gente que milita. Se la chupó hasta tragarse la leche del Director del Museo de la Memoria por pedido expreso de este último. Pero se chorreó toda la leche de la boca de Miguel Ángel hasta el zapato izquierdo de Pasarinwosniak, quien al notarlo se ofuscó de golpe y, rápido, con su mano derecha en la nuca del muchacho, lo llevó hasta el enchastre y ahí, sabiendo ya en el ahora de aquel entonces que aquello permanecería aún después de aquel ahora de aquel entonces como algo sin sustratos oníricos, sociales ni políticos, Miguel Ángel sejas entendió que debía limpiarle el zapato a Pasarinwosniak. Lo hizo con su lengua y ahora, cada vez que intenta irse del recuerdo que le viene y se le va sin posibilidad de adornos o tonos anaranjados, un unidad de presencia le indica, o le sugiere más bien, que la historia no fue mal contada, sino que ni siquiera fue parte del tiempo verbal pasado, y que hoy, cuando todo de a poco está siendo tomado, hay una contingencia temporal que, al menos, produce pena.
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