Apelando a una medida de seguridad de grado medio en cuanto a su origen, podría afirmarse que esto viene de más o menos los años 90 del siglo pasado cuando, y donde, y según el lugar específico y en digamos suerte que le había tocado nacer a cada puto de cada rincón del planeta, según lo geográfico global del puto entonces, lo local, lo socio ambiental, lo injuriante, lo histórico económico y lo familiar de cada puto, individual y único primero, masivo y bolichero después, pero urbano, sobre todo lo urbano del puto se armó en el rejunte de la cabeza de alguien que lo llamó, a ese rejunte, “subcultura gay”. Para ésa época más o menos, entonces, se hizo adulta y firme la palabra “gay”, dejando entrever casi a la vista, después de diezmar un poco en los 80 ya sabemos con qué, un grupo de personas que siendo varones querían a otros varones, del mismo modo digamos que lo hacen los varones con las mujeres y éstas a veces con otras mujeres, y hasta con el marido golpeador y todo. Muchas mujeres que aman mujeres practicaban y aún practican esa especie de magia por decirle de algún modo que siempre se la mencionó a la mujer como portadora de ese poder. Pero, entre varones, más gays que putos por los 90, la circunspecta subcultura gay de una ciudad del interior de un país al fondo, estaba dividida por una cuestión que hoy persiste y hasta confunde a veces: hay gays que dan y hay gays que reciben, hay gays que dan y reciben y tragan y escupen, hay quienes sólo reciben por un no tan comentado desarrollo sobre la sensación táctil del gozar siendo penetrado por el lugar por donde todos, seamos quienes seamos, cagamos un promedio de dos veces al días. La decisión de ser exclusivamente pasivo tiene sus secretos. Pero de entre todas estas locas, había y hay una corriente de vaya a saberse por qué fría y bella imagen de algo que vivieron o no vivieron desde que nacieron hasta más o menos los 30 años, que es promedio de lo gay, estos putos intentan de algún modo revivir. Ésas son las simuladoras, las que doblemente fantasean, durante el flirteo, el levante o el yiro, con la posibilidad de que uno, que también está yirando, vea en ellos todas las conjuras visuales de lo masculino y crea, ahí, que por unos no determinados espacios temporales, con la belleza de otros escalofríos pasados de golpe sentidos, con alguna otra esquiva siempre pero inquietante manera, como funciona la actuación digamos, como si el escozor de repente sentido de cambiar de rumbo hacia, por ejemplo, lo que el puto había planeado mientras se yiraba con el otro, que, como se dice, está pintado como un hombre de verdad. Pero en cuanto entran en confianza, y a veces sin de ninguna manera por decir medirse ante el otro puto que accede poco a la farsa, estas locas simuladoras sólo quieren, en este orden audiovisual, una pija en la boca que si lo ahoga un poco mejor, otra en el culo que no recule en pánico y sea impertinente, y una tercera pija, la de la fanfarria, la que le impactará de adentro hacia afuera, y cerca, toda la leche de quien, por decir, con alguna otra intención primaria, desparrama sin embargo con ferviente fulgor afecto agresivo. Al revés también hay, pero son menos.

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