Un gesto amoroso es una construcción de ritmo, tono y decisión muy difícil de pronunciar en la vida ordinaria, a las dos de la tarde de un miércoles de junio, por ejemplo, en un monoambiente del edificio de Entre Ríos 1764, planta baja B, donde, de igual modo, con las palabras que fueron y aparecieron ahí, promediando la franela, ese manoseo corporal que no implica compromiso de agujeros, el otro, que por ahora no importa, le pidió a Franco, de apellido Exacto y tan poco interesado en la vida de los otros, con y como un gesto amoroso de primera cama, si podía acercar la boca a sus pies y tragárselos. Exacto escuchó y sonrió. Y así, entonces, inundado de algo, el otro, con la afirmación de Franco hecha sonrisa, el otro, decía, que por ahora no importa, permaneció más de doce minutos en los pies de Franco, desparramando su lengua y su saliva entre el derecho y el izquierdo, emitiendo unas palabritas ininteligibles, saltando con el maxilar, yendo y viniendo de los dedos al talón la lengua y permaneciendo quieto, ahí, unos instantes para recomenzar lentamente, como un entomólogo, quizás, buscando las pequeñas irregularidades que se forman entre las uñas y el resto de los dedos de los pies de Franco, que más adelante se preguntará cuándo se sacó las Converse verdes y si fue él o el otro quien lo había hecho. Pero no podrá recordarlo ya que le surgirá el cosquilleo leve pero íntimo que emitieron sus propios dedos de abajo y la imagen del otro ahí, chupando sus pies desnudos, descalzo y hermoso como estaba, antes, con esas medias grises del tipo zoquetes, imitación de Nike, que tenía puestas como única vestimenta. Y entonces Franco, que escucha todo como si el ritmo sufriese una arritmia, recordará el dato que una vez le pasó, casi al voleo, una amiga. “Los varones que no muestran sus pies fueron abusados en su infancia”, le dijo Noelia, hiperdepresiva y poco afecta a las amistades y los hombres. Ahí será cuando Franco, que no pronuncia gestos amorosos, volverá a llamarlo.