Lo vio, me dijo el viejo puto medio en pedo la noche que fuimos todos los del taller a cenar a “El ancla” como despedida del año, y a vos se te ocurrió perseguirme a telefonazos. Pero en fin. Lo vio, me dijo, y fue más bien en la escucha y no en la mirada donde despótico, dijo, el motor que hace arrancar lo que entra por los ojos y estalla en los oídos friccionó el primer rugido de la maquinaria, dijo, la cosa esa que se le vino apenas lo vio, dijo el viejo que le pasó a Héctor, una pareja que tuvo que vivía en San Nicolás y que, según el viejo, lo fajaba de vez en cuando, dijo, y lo fajaba de verdad según me contó medio en pedo, le daba con naranjas envueltas en una toalla húmeda, como la mafia italiana hace con los soplones. El viejo puto, Héctor y un pedazo de viejos putos que hoy bordean los 65 años más o menos, soplaban pijas en el baño de un bar que ya no está más que se llamaba “Sorocabana” y que, según contó el viejo, la clientela tomaba café de a pie, haciendo un en rededor en torno a la enorme cafetera que había en el medio del anfiteatro de cafeteros, donde según el viejo, los putos que sueltos andaban por los años de la dictadura –antes, también- se la chupaban a cualquiera en el baño cuya puerta era siempre franqueada de visión por la enorme cafetera. Ahí, dijo el viejo puto, en una de esas chupadas ordinarias y veloces, dijo, Héctor lo vio. Se avergonzó en automático ahí, dijo el viejo, como que Héctor replegó la energía desparramada en instantes, tragó saliva, se sintió como se siente la gente que consume cocaína tres o cuatro días seguidos, dijo el viejo, le cambió el color del cuerpo, y le empezó a diferir la sensación de la temperatura propia y la del ambiente. Apenas lo vio todo eso. Igual, con todo eso que sintió de golpe por ése desconocido que, según el viejo y según el cuento de ése tal Héctor, el desconocido guardaba cierto parecido, cierto aire a #FedericoLuppi en esa película preciosa de #LeonardoFavio que ahora no me sale pero que al parecer el fulano que lo hizo crepitar de golpe a Héctor sobre fines de la década del setenta, en el baño del “Sorocabana”, fue la persona, dijo el viejo que le aseguró Héctor, cuya leche traía encima (y desde España, parece) la primera sepa del aún inexistente virus que arrasó con un mar de putos, incluido Héctor, cuyo ardor primario sentido aquella vez siempre lo asoció, después, a algún tipo de ángel exterminador, dijo el viejo, a algo que aparece inevitable de daño pero imposible de detener, como el amor, dijo el viejo justo cuando me llamaste para saber dónde andaba.
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